<p>Modul se planteó como un espacio vivo, abierto a los vecinos y con una vocación clara de dinamizar la vida comunitaria en uno de los barrios más vulnerables de L’Hospitalet. Foto: Modul.<p>

Modul se planteó como un espacio vivo, abierto a los vecinos y con una vocación clara de dinamizar la vida comunitaria en uno de los barrios más vulnerables de L’Hospitalet. Foto: Modul.

Tejer comunidad desde la regeneración urbana: el proyecto Modul

En uno de los barrios más vulnerables del área metropolitana de Barcelona, Modul ha convertido un solar abandonado en un auténtico laboratorio urbano para la convivencia. Gracias a la participación ciudadana, y la colaboración entre entidades, vecinos y profesionales, este centro ecológico y cultural ha logrado mucho más que mejorar el entorno físico: ha fortalecido la vida comunitaria, la participación y el sentido de pertenencia.

Cuando se habla de Les Planes, en L’Hospitalet de Llobregat, no solo se hace referencia a uno de los barrios más vulnerables de la segunda ciudad más poblada de Cataluña. Se alude también a un espejo que refleja muchos de los retos compartidos por las periferias urbanas contemporáneas: elevada densidad poblacional, diversidad cultural extrema, carencias históricas en infraestructuras, altos índices de desempleo estructural y una alarmante falta de zonas verdes y equipamientos.

Les Planes es uno de esos barrios donde la historia urbana se escribe a base de improvisación. Ubicado en el área metropolitana de Barcelona, dentro del distrito IV de L’Hospitalet de Llobregat —junto a La Florida—, su crecimiento fue rápido y caótico a partir de los años 50 y 60, sin apenas planificación. No fue hasta bien entrada la década de 1980 cuando se empezó a abordar su ordenación urbanística de forma concreta. Ese desarrollo irregular ha dejado huella: calles estrechas, infraestructuras frágiles y una población que arrastra problemas sociales estructurales. A esto se suma el riesgo de aislamiento que sufren muchas personas mayores y el hecho de que aquí conviven 122 nacionalidades de muy diversas procedencias (en La Florida y Les Planes viven 47.016 personas, de las que 16.431 son extranjeras; son los barrios en los que se concentra —porcentualmente— la mayor colonia de extranjeros del municipio, un 35%).

Solo en Les Planes conviven más de 15.000 personas, pero apenas cuentan con dos metros cuadrados de verde por habitante, muy por debajo de los algo más de 17 m2 por habitante con que cuenta Barcelona, o incluso de los 10 m² recomendados por la Organización Mundial de la Salud. Las familias viven muchas veces en viviendas precarias, con pocos espacios comunitarios, y en un contexto social marcado por la vulnerabilidad. El tejido asociativo, si bien activo, arrastra décadas de fragmentación. Y las Administraciones públicas, aunque han impulsado diversas iniciativas de mejora, no han logrado activar transformaciones estructurales. Todo ello hacía urgente imaginar soluciones nuevas, no solo para responder a las carencias inmediatas, sino también para preparar al territorio y a su gente para el futuro.

Frente a este escenario, surgió una idea poco habitual. En 2019, tras un proceso de consultas a los vecinos impulsado por distintas entidades locales con el respaldo del Ayuntamiento de L’Hospitalet, nació Modul: un centro ecológico cultural con una vocación radicalmente nueva. Inicialmente la idea era convertir un solar propiedad de la Administración, que llevaba 20 años abandonado y que durante décadas fue un vertedero y punto de consumo de heroína, en una zona verde. Sin embargo, las necesidades surgidas durante la pandemia llevaron a replantear el diseño para incorporar un aula multiusos y un almacén comunitario, pero poco a poco fue convirtiéndose en algo más.

Los encargados del proyecto fueron los responsables de Contorno Urbano, una fundación enfocada en el arte urbano; establecida en Cataluña, sus proyectos se desarrollan fundamentalmente en la localidad de Hospitalet de Llobregat y poblaciones vecinas, por lo que eran perfectos conocedores del barrio y de sus necesidades.

Como explica Esteban Marín, codirector de Contorno Urbano, el equipo llevaba años interviniendo en el espacio público mediante arte urbano y muralismo, pero sentían que eso no era suficiente en territorios de alta complejidad social. “Nos faltaba tiempo para seguir trabajando en los barrios. Era como si nuestro trabajo no hubiese terminado. Queríamos vincularnos más, ir más allá del gesto estético”.

Ese impulso derivó en una metodología con una mirada más integral sobre el espacio público, la cultura, la comunidad y el medio ambiente. En 2018, con el inicio de un plan comunitario en el barrio de La Florida, surgió la oportunidad de ponerlo en marcha. Durante una ruta vecinal, se identificó el solar abandonado como un espacio de oportunidad. A partir de ahí, se definieron tres ejes fundamentales: cultura, educación y medio ambiente.

El proyecto Modul nació en 2019 tras un proceso de consulta a los vecinos y con el objetivo de movilizar la población local en torno a tres ejes: cultura, educación y medio ambiente.

Los arquitectos Ninoska Juan y Esteban Marín asumieron el reto. Durante el confinamiento desarrollaron los planos técnicos para un aula multiusos y un almacén comunitario, utilizando materiales reciclados. El proceso siempre ha sido el mismo: se identificaba la necesidad y luego se invitaba a algún centro de conocimiento, universidades, un estudio de arquitectura o algún colectivo de artistas, para que ayudaran a diseñar ese elemento, junto con la comunidad. Una vez diseñado, eran los vecinos los que lo construían. Según Marín, ha sido una de las partes más enriquecedoras del proceso: “Fue lo más bonito del proyecto. Aunque es exigente a nivel físico, emocional y económico, la autoconstrucción aporta una dimensión diferente: solo haces lo que realmente necesitas”, señala.

El resultado es un área que conserva su esencia natural pero que ahora cuenta con un terreno de 2.000 m² en cesión de uso, dos salas polivalentes, un taller, un baño, un pequeño escenario, una zona de juegos, huertos urbanos, y lo último que se ha construido, un invernadero. Todo ello ha sido fabricado mediante talleres participativos por los propios vecinos con ayuda de personal técnico.

Una solución diferente

El centro Modul no se levantó siguiendo un modelo tradicional. Su puesta en marcha responde a una fórmula poco habitual en este tipo de equipamientos: un operador social privado asumió la inversión inicial y se encarga, además, de la gestión y el mantenimiento a largo plazo. El Ayuntamiento, por su parte, cedió el solar y ofrece respaldo institucional. Todo ello bajo una lógica que apuesta por la sostenibilidad, también en lo constructivo: el edificio es modular, utiliza materiales respetuosos con el medio ambiente y ha sido diseñado para ser flexible y adaptable.

Más que un equipamiento, Modul se planteó como un espacio vivo, abierto a los vecinos y con una vocación clara de dinamizar la vida comunitaria. El objetivo era activar cinco grandes líneas de trabajo —cultura, medio ambiente, educación, salud emocional y cohesión social— pero no desde un despacho, sino con las propias entidades del barrio. La programación se codiseña con los agentes locales, lo que ha generado un fuerte sentimiento de pertenencia y uso cotidiano. Hoy, Modul es punto de encuentro y motor de actividades para todo tipo de colectivos del barrio, desde asociaciones culturales a iniciativas educativas, en un ejemplo claro de cómo un equipamiento bien pensado puede convertirse en parte activa del tejido social.

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Tejer comunidad desde la regeneración urbana: el proyecto Modul

Son los propios vecinos lo que han construido los distintos espacios del centro. En la imagen, levantando el invernadero. Foto: Modul.

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Las entidades del barrio codiseñan también la programación, lo que genera un sentimiento de pertenencia. Foto: Modul.

Uno de los colaboradores clave en ese diseño ha sido Zuloark, una oficina especializada en arquitectura y participación. Uno de sus miembros, el arquitecto Alfredo Borghi, explica así su implicación: “Cuando el equipo de Contorno Urbano nos invitó a colaborar con un taller de diseño y construcción colaborativa de un espacio de juego infantil, no lo dudamos ni un momento. Desde la primera conversación sentimos una afinidad profunda, tanto en la manera de entender el espacio público como en los métodos de trabajo”.

Borghi destaca cómo Modul permitió construir ciudad desde la pluralidad: “Compartimos la idea de que el diseño urbano debe ser abierto, inclusivo y situado. Muy a menudo, las decisiones sobre el espacio público están en manos de un grupo reducido de técnicos con formaciones similares, lo que limita la diversidad de soluciones. Esta era una oportunidad para ensanchar ese espectro”.

Esa primera colaboración de Zuloark no fue la única. Cinco años después, han vuelto para construir un invernadero, cerrando así simbólicamente el ciclo constructivo de Modul. “Un espacio que antes era un no-lugar se ha convertido en un punto de referencia para muchas personas. Ha crecido en superficie, en usos, en cuidados y, sobre todo, en implicación vecinal”, afirma Borghi.

Esteban Marín, entre bromas, reconoce que llevaba años repitiéndose que esa sería “la última construcción”, pero el entusiasmo del equipo y la comunidad les llevó una y otra vez a ampliar el proyecto. “El invernadero sí cierra el círculo. Es una pieza pequeña, pero importante”, afirma.


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Las claves de Modul

Uno de los pilares que sostiene el funcionamiento de Modul es su modelo económico, pensado para no depender exclusivamente del dinero público. A diferencia de muchos equipamientos sociales que viven al ritmo de las subvenciones, este centro ha conseguido diversificar sus fuentes de ingreso: combina acuerdos con Administraciones, patrocinios privados, formación de pago, alquiler puntual de espacios y actividades autofinanciadas. Esa mezcla le ha permitido mantener una cierta estabilidad presupuestaria. De hecho, más del 60% de los recursos anuales con los que funciona provienen ya del sector privado o de sus propias actividades, lo que le da margen de maniobra y capacidad para innovar.

Otra de las claves del proyecto fue la forma de abordarlo. Antes de levantar una sola pared, los impulsores del centro se volcaron en conocer a fondo el terreno que pisaban: hablaron con vecinos, se reunieron con asociaciones, identificaron obstáculos y puntos ciegos en la participación. Ese trabajo previo fue esencial para diseñar un espacio realmente útil para el barrio, lejos de fórmulas prefabricadas. No se trataba de replicar un modelo, sino de crear uno nuevo desde las particularidades del entorno.

Así se construyó un centro a medida de las necesidades, no de un modelo genérico. Esa porosidad al contexto es, según Marín, una de las obsesiones metodológicas del proyecto. “Modul no puede replicarse tal cual. Hay que adaptarlo a cada territorio. Pero sí podemos exportar sus ejes y métodos”.

Modul se construyó a medida de las necesidades locales, no de un modelo genérico y, por eso, no puede replicarse tal cual en otros barrios, hay que adaptarlo al territorio.

Actualmente ya se han iniciado intervenciones similares en barrios como San Cosme y Can Calders. Allí, en lugar de un centro ecológico cultural completo, se han desarrollado huertos u otras instalaciones según las necesidades locales. “No tiene sentido hacer lo mismo en todos lados. Modul nació para contextos de alta complejidad social”, recuerda Marín.

Alfredo Borghi también explica por qué el contexto complejo del barrio fue uno de los principales desafíos, ya que desde el principio querían proponer espacios que realmente ayudaran a tejer comunidad. El trabajo de mediación de Contorno Urbano fue clave: su capacidad de escucha, de generar confianza e integrar a colectivos diversos ha convertido el parque de Matacavalls en un espacio vivo, inclusivo y en permanente transformación.

Desde su apertura, Modul ha trabajado además para fortalecer el capital social local. Hoy, más de 18 entidades del barrio colaboran de forma habitual en la programación del centro. Actúa como plataforma de apoyo y visibilidad para proyectos ciudadanos, iniciativas culturales, actividades educativas y propuestas de voluntariado. En lugar de competir con las entidades del barrio, las articula y las potencia.

Uno de los aprendizajes más singulares que los responsables de Modul destacan del proceso tiene que ver con la importancia simbólica y práctica del paisaje. Inspirados por una metodología anglosajona de intervención urbana conocida como placemaking, comprendieron —a veces solo con el paso del tiempo— que comenzar por “poner bonito” el espacio no era una cuestión estética superficial, sino una poderosa herramienta para generar arraigo comunitario. Al decidir enjardinar la entrada del centro con una gran cantidad de flores, observaron un aumento notable en la participación vecinal. Entendieron entonces que embellecer el entorno podía convertirse en un gesto de apropiación colectiva, una forma de establecer vínculos y orgullo barrial. Si volvieran a empezar, afirman, priorizarían antes los elementos verdes sobre las infraestructuras: el cuidado del paisaje como semilla para el compromiso ciudadano.

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Modul cuenta en la actualidad con dos salas polivalentes, un taller, un pequeño escenario, una zona de juegos, huertos urbanos y un invernadero. Para su construcción, se han utilizado materiales reciclados. Foto: Modul.

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En la imagen otro de los espacios: la zona de juegos. Foto: Modul.

Otro de los aprendizajes fundamentales del proceso ha sido el valor profundo de la autoconstrucción. Aunque reconocen que esta modalidad ha implicado un gran desgaste físico, emocional y económico, los impulsores del proyecto no dudan en afirmar que ha sido también uno de los aspectos más enriquecedores y transformadores. La autoconstrucción, más allá del resultado tangible, aporta una dimensión esencial al proceso: obliga a construir solo lo que realmente se necesita. A diferencia de una planificación con grandes presupuestos que puede llevar a sobredimensionar los espacios, el ir haciendo poco a poco —ajustando cada intervención a las necesidades reales que van emergiendo— les ha permitido desarrollar un proyecto funcional y vivo. Reconocen que, aunque subcontratar parte del trabajo puede ser más cómodo o incluso más barato, la autoconstrucción genera un nivel de apropiación colectiva y de comprensión del espacio que no se consigue de otro modo. Por eso, aseguran, es un enfoque que sin duda repetirían y que forma parte del legado metodológico de Modul.

Por último, la evaluación rigurosa del impacto ha sido una constante en su funcionamiento. Cada proyecto que se pone en marcha es medido con indicadores específicos: número y diversidad de participantes, nivel de satisfacción, impacto emocional, generación de redes, etc. Esta metodología permite mejorar de forma continua, ajustar las propuestas a la demanda real y, sobre todo, demostrar de forma objetiva el valor del proyecto.

En su último año de actividad, Modul ha alcanzado cifras que avalan su impacto. Más de 5.300 personas han participado en actividades culturales, formativas y sociales. De ellas, cerca de la mitad se encontraba en situación de vulnerabilidad: desempleo de larga duración, exclusión social, procesos migratorios recientes.

El centro ha generado más de 44.500 horas de actividad gratuita, gracias a una red de formadores, voluntarios y profesionales locales. Se acondicionaron más de 2.000 m² de zonas verdes, con prácticas sostenibles y cuidadas por la propia comunidad. Se calcula que, gracias al efecto tractor sobre la economía local, Modul ha contribuido con más de 230.000 euros a proveedores del entorno (artistas, técnicos, empresas de servicios).

En términos de retorno para la Administración pública, se estima que el centro ha generado un ahorro y reactivación económica equivalente a más de 93.000 euros, lo que supone multiplicar por 10,5 cada euro público invertido.

Más de 5.000 personas han participado en las actividades culturales, formativas y sociales en el último año, y cerca de la mitad se encontraba en situación de vulnerabilidad.

El impacto humano de Modul

Los números permiten medir, pero son las historias personales las que hacen tangible la transformación. Esteban Marín cuenta historias como la de familias que se han vinculado a través de varios programas, madres que traen a sus hijos a talleres infantiles y luego colaboran como voluntarias en el huerto. O personas que llegaron al proyecto por derivación judicial, cumplieron sus horas obligatorias y siguieron vinculadas voluntariamente. “Eso habla del vínculo real que se crea. La gente entiende que este lugar les aporta algo valioso”.

Para Alfredo Borghi, Modul ha demostrado que el espacio público puede ser una herramienta potente para generar comunidad activa y mejorar la calidad de vida. Para muchas personas del barrio ha supuesto un cambio tangible en su día a día.

Lo ha vivido en primera persona Flavio Grimaldi, voluntario en el centro durante el mes de mayo. Para él, participar en las actividades del centro ha sido una experiencia profundamente enriquecedora. A pesar de las barreras lingüísticas entre los voluntarios, porque provienen de distintos países, se sintió acogido desde el primer momento como parte de una comunidad diversa y vibrante. Para él, el centro ha sido mucho más que un espacio de voluntariado: “Gracias al proyecto he podido participar en un montón de actividades distintas, desde cosas culturales hasta talleres y encuentros con gente del barrio. Para mí ha sido una experiencia que me ha hecho crecer, aprender cosas nuevas, conocer a personas increíbles y sentir muy de cerca toda la vida que se mueve en el centro”.

El proyecto ha sido reconocido con diversos galardones, entre ellos los premios Josep Mª Rueda y Paluenzuela (2020), los premios de innovación social de la Fundación La Caixa (2021) y los premios Lluis Carulla a proyectos culturales transformadores (2022). Pero para los implicados el mejor reconocimiento es que su trabajo ayude a ver el barrio de otra manera, a leer la ciudad desde la proximidad. Como señala Flavio: “Desde que empecé a participar en el proyecto, he cambiado mucho la forma de ver el barrio. Antes lo veía como un sitio más por el que pasaba, y ahora lo siento como una comunidad viva, donde la gente se apoya y se mueve por mejorar las cosas”.

“Antes veía el barrio como un sitio más por el que pasaba, y ahora lo siento como una comunidad viva, donde la gente se apoya y se mueve por mejorar las cosas”, Flavio Grimaldi.

Limitaciones y desafíos pendientes

Como cualquier proyecto que intenta salirse del guion, Modul avanza sorteando obstáculos que no siempre son visibles desde fuera. Uno de los más relevantes es asegurar su viabilidad económica a largo plazo. Aunque ha logrado un equilibrio financiero gracias a una fórmula que combina financiación pública y recursos propios —como formaciones, cesión de espacios o colaboraciones privadas—, lo cierto es que aún depende en buena medida del esfuerzo constante por conseguir patrocinios y generar nuevas vías de autofinanciación. La búsqueda de recursos no es solo una tarea operativa, sino una condición de supervivencia que consume tiempo y energía del equipo.

Otro reto importante tiene que ver con la posibilidad de escalar el modelo a otros barrios o ciudades. Modul no es una receta cerrada, y trasladarlo implica mucho más que copiar su estructura: requiere conocer a fondo cada territorio, adaptar metodologías y, sobre todo, generar nuevas relaciones de confianza. En ese proceso, cada barrio plantea dinámicas y tiempos distintos, lo que dificulta una expansión rápida o uniforme.

La política también juega un papel clave. Como proyecto que nace con respaldo institucional, Modul está expuesto a los vaivenes de las agendas públicas. Un cambio en las prioridades municipales o en los equipos de gobierno puede dejar en el aire apoyos fundamentales, comprometiendo desde la cesión de espacios hasta la continuidad de colaboraciones clave.

Pero quizás el desafío más exigente está en el día a día. Sostener la participación activa de vecinos y entidades en un entorno marcado por la vulnerabilidad social no es sencillo. La implicación comunitaria no se mantiene sola: requiere dinamización constante, escucha activa, mediación cultural y una enorme capacidad de adaptación. El propio equipo reconoce que la energía que exige mantener vivo el proyecto a veces choca con los límites internos: el desgaste personal, la carga emocional o las tensiones de operar con recursos ajustados.

Al final, como suele ocurrir en este tipo de proyectos, la recompensa es sobre todo humana y emocional. Después de su experiencia como voluntario, Flavio Grimaldi anima a los vecinos que aún no conozcan el proyecto a “descubrir un sitio muy especial, donde la mezcla de culturas no es algo puntual, sino que se vive todos los días. No va solo de apuntarse a actividades, sino de sentir que formas parte de una comunidad con la que puedes aprender, enseñar, compartir y crecer junto a los demás”.

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