De Dubái a Belém: qué queda realmente para el clima tras tres COP claves

De Dubái a Belém: qué queda realmente para el clima tras tres COP claves

En solo tres años, las cumbres del clima han pasado de aprobar en Dubái el primer llamamiento a “transitar lejos de todos los combustibles fósiles” en los sistemas energéticos a acordar en la COP30 en Belém un paquete centrado en reforzar la adaptación y el apoyo a los más vulnerables, pero sin incluir una hoja de ruta global para abandonar el petróleo, el gas y el carbón.

La celebración de la COP30 no ha sido un simple cambio de sede en el calendario de las cumbres climáticas. Brasil eligió situar la conferencia en una ciudad amazónica de más de un millón de habitantes, en la desembocadura del río Pará, para colocar el foco mundial sobre la mayor selva tropical del planeta y sobre las tensiones entre desarrollo urbano, desigualdad y conservación del bosque.

Todo ello en un momento en que los informes científicos dibujan un margen cada vez más estrecho. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) ha advertido de que limitar el calentamiento en torno a 1,5ºC exige que las emisiones globales de gases de efecto invernadero alcancen su máximo antes de 2025 y se reduzcan alrededor de un 43% para 2030 respecto a los niveles de 2019.

Los análisis más recientes del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente señalan, además, que para mantener esa trayectoria las emisiones tendrían que caer aproximadamente un 55% de aquí a 2035, mientras que los planes nacionales actuales nos encaminan a un calentamiento de entre 2,3 y 2,5ºC a finales de siglo.

En ese contexto climático se encadenan tres cumbres clave. En Dubái, la COP28 cerró el primer balance global del Acuerdo de París con un documento que situó explícitamente los combustibles fósiles en el centro del debate sobre mitigación.

Un año después, en Bakú, la COP29 acordó sustituir el antiguo objetivo de financiación climática por una nueva meta colectiva a largo plazo para los países en desarrollo, con un aumento sustancial del volumen de recursos comprometidos.

Belém ha sido el tercer movimiento de esa secuencia. El llamado “paquete de Belém” incluye, entre otros elementos, una llamada a triplicar de aquí a 2035 la financiación destinada a adaptación, tomando como referencia la nueva meta financiera adoptada en Bakú.

La conferencia brasileña ha vuelto a evidenciar las líneas de fractura: las discusiones sobre cómo repartir el esfuerzo financiero y sobre el futuro del carbón, el petróleo y el gas han estado en el centro de las negociaciones y han obligado a prolongarlas más allá del calendario previsto, como ya ocurrió en las dos citas anteriores.


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El lenguaje sobre combustibles fósiles adoptado en la COP28 se ha convertido en la base para las discusiones posteriores sobre mitigación. El balance global aprobado en Dubái establece que reducir progresivamente el uso de carbón, petróleo y gas en los sistemas energéticos es una condición necesaria para alcanzar las emisiones netas cero en mitad de siglo, e introduce esa idea en el marco jurídico del Acuerdo de París.

En la COP29, ese marco no se desarrolló más. El acuerdo se centró en fijar una nueva meta colectiva de financiación climática y las decisiones sobre mitigación se limitaron a recordar los elementos ya recogidos en el balance global, sin nuevas referencias a la reducción del uso de combustibles fósiles ni a calendarios de descenso de las emisiones asociadas.

En Belém, el debate se desplazó a cómo aplicar en la práctica ese compromiso general. Un amplio grupo de países pidieron que la decisión principal de la COP30 pusiera en marcha un proceso para elaborar una hoja de ruta global de transición lejos de los combustibles fósiles.

Entre los firmantes de ese llamamiento figuraban la mayoría de los Estados miembros de la Unión Europea, el Reino Unido, varios países africanos y latinoamericanos (como Colombia y Kenia) y numerosos pequeños Estados insulares del Pacífico, representados por la enviada climática de las Islas Marshall.

En el lado opuesto se situó un bloque de grandes exportadores y consumidores de hidrocarburos. Crónicas de las negociaciones señalan que países del Grupo Árabe y otros grandes exportadores defendieron posiciones muy reticentes a cualquier referencia más concreta a la reducción de combustibles fósiles, y que Brasil recibió presiones de varios petroestados (entre ellos Arabia Saudí) y de grandes economías dependientes de los combustibles fósiles como Rusia e India para eliminar la referencia a la hoja de ruta en el texto final.

Este bloqueo contrasta con la información científica disponible. El IPCC ha señalado que, si la infraestructura fósil ya existente opera durante toda su vida útil sin medidas adicionales de mitigación, las emisiones resultantes consumirían prácticamente el presupuesto de carbono restante compatible con limitar el calentamiento a 1,5 ºC.

Por su parte, la Agencia Internacional de la Energía, en su escenario de cero emisiones netas en 2050, concluye que no son necesarios nuevos yacimientos de petróleo y gas ni nuevas minas de carbón más allá de los proyectos ya aprobados si se quiere mantener ese objetivo al alcance.

En conjunto, el ciclo que va de Dubái a Bakú y Belém deja una imagen clara: la referencia a reducir el uso de combustibles fósiles ya forma parte del marco político del Acuerdo de París, pero en las dos últimas cumbres no se han fijado ni plazos ni hitos intermedios para orientar esa disminución, ni se ha acordado un mecanismo específico para revisar la trayectoria de carbón, petróleo y gas a escala global.

En las dos últimas COP no se han fijado ni plazos ni hitos intermedios para orientar la reducción de los combustibles fósiles por las reticencias de los grandes países exportadores y consumidores de hidrocarburos.

El dinero del clima: promesas crecientes, brecha persistente

El acuerdo de financiación alcanzado en la COP29 marcó un cambio cuantitativo importante. En Bakú, los países adoptaron una nueva meta colectiva cuantificada de financiación climática (NCQG) que eleva el objetivo mínimo de apoyo a países en desarrollo a 300.000 millones de dólares anuales en 2035, dentro del propósito más amplio de movilizar 1,3 billones de dólares al año combinando fuentes públicas y privadas.

La reacción de muchos países receptores fue crítica. Varios gobiernos africanos y pequeños Estados insulares señalaron que, incluso si se cumpliera íntegramente, 300.000 millones de dólares anuales seguirían por debajo de las necesidades estimadas para mantener el calentamiento cerca de 1,5 ºC y proteger a las poblaciones más vulnerables.

La COP30 ha tomado este marco como punto de partida y lo ha vinculado de forma más directa con la adaptación. Los países han respaldado el objetivo de aumentar la financiación destinada a adaptación para 2035, en coherencia con la nueva meta global, y han impulsado la llamada “hoja de ruta Bakú-Belém”, que debe detallar cómo escalar el flujo hasta los 1,3 billones de dólares anuales para países en desarrollo en la próxima década.

En definitiva, las cifras de referencia han aumentado y el marco es más definido, pero la distancia entre lo acordado y lo que muchos gobiernos y análisis consideran necesario sigue siendo considerable y el ritmo al que esos fondos se movilicen y lleguen a los países más expuestos será uno de los factores decisivos para determinar si las metas climáticas se mantienen al alcance en los próximos años.

Las cifras de referencia sobre financiación han aumentado en Belém, y el marco es más definido, pero la distancia entre lo acordado y lo que muchos gobiernos y análisis consideran necesario sigue siendo considerable .

Adaptación, justicia climática y un incendio 

En el terreno de la adaptación, el cambio más estructural de estos años viene del marco aprobado en la COP28. En Dubái, se adoptó el llamado UAE Framework for Global Climate Resilience, que da forma al Objetivo Global de Adaptación (GGA) a través de una serie de metas temáticas (como gestión del agua, seguridad alimentaria, salud, infraestructuras y conservación de ecosistemas) y objetivos transversales ligados a pobreza y protección de medios de vida.

Ese marco fija por primera vez un lenguaje común para medir la resiliencia, pero dejó pendiente un elemento clave: acordar indicadores concretos que permitan evaluar de forma comparable los avances en cada una de esas áreas.

La COP30 ha avanzado justo en ese punto. En Belém, los países han aprobado una lista de indicadores asociados al GGA y han lanzado un proceso de trabajo político y técnico para definir cómo se aplicarán y perfeccionarán esos indicadores en los próximos años.

Esos indicadores abarcan desde la proporción de población cubierta por sistemas de alerta temprana hasta el grado de protección de infraestructuras críticas frente a fenómenos extremos, pasando por el acceso a agua potable segura y la resiliencia de la producción agrícola. El trabajo posterior será determinante para que esos indicadores se conviertan en una herramienta operativa y no solo en un listado de buenas intenciones.

En paralelo, el debate sobre justicia climática ha girado en torno a las pérdidas y daños ya inevitables. La COP28 puso en marcha el Fondo de Pérdidas y Daños, con unas contribuciones iniciales que distintos recuentos sitúan entre unos 400 y algo más de 700 millones de dólares, procedentes sobre todo de la Unión Europea, Emiratos Árabes Unidos y otros países de altos ingresos.

Evaluaciones posteriores señalan, sin embargo, que esa cantidad representa menos del 0,2% de las necesidades anuales estimadas para hacer frente a los impactos en los países más vulnerables, y que las promesas adicionales formuladas en 2024 y 2025 siguen muy alejadas de los cientos de miles de millones de dólares anuales que diversos estudios consideran necesarios.

Con este telón de fondo, el incendio de la COP30 se ha convertido en uno de los episodios más llamativos de la cumbre. En la penúltima jornada, un fuego declarado en la zona de pabellones de la sede en Belém obligó a evacuar por completo el recinto durante varias horas, interrumpiendo reuniones de negociación en la recta final de la cumbre.

El incendio añadió presión a unas negociaciones ya retrasadas respecto al calendario previsto y puso de relieve, en pleno corazón de una cumbre sobre riesgos climáticos, la vulnerabilidad de unas infraestructuras terminadas a contrarreloj.

La escena funcionó, además, como una metáfora del propio calentamiento: un recinto que debate cómo apagar el incendio climático mientras lidia con un fuego real.

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