<p>Imagen de la película 'El lobo de Wall Street'.<p>

Imagen de la película 'El lobo de Wall Street'.

¿Dónde están los yates de los clientes?

Un guía se encontraba enseñando el puerto de Nueva York a un grupo de turistas. Orgulloso, les muestra los majestuosos yates de los banqueros de inversión amarrados en un muelle, los de los brokers a continuación y los de los analistas financieros en el siguiente. Uno de los visitantes pregunta inocentemente “¿Y dónde están los yates de los clientes?” (“Where are the customers'yatchs?”, Fred Schweg, 1955).

La especulación es una actividad, además de legal, imprescindible para otorgar liquidez a los mercados financieros. Los especuladores se ofrecen a comprar activos a quien los necesite vender a un precio por debajo del que marca el mercado (barato) y a conseguírselos a quien los desee a un precio por encima (caro). De esta manera se logra el equilibrio entre oferta y demanda. Esta dinámica facilita la salida y entrada de inversores a cambio de unas modestas comisiones (en comparación con otros mercados como el inmobiliario o el del arte, ejemplo).

Pero no todo es tan sencillo ni en ocasiones, transparente ni diáfano, como su etimología sugeriría. La tentación es grande y algunos sibilinos intermediarios son plenamente conscientes de que cuantas más operaciones se crucen, más comisiones se cobran y más se enriquecen… ellos mismos. El negocio sería redondo si también los clientes se beneficiaran de este lucrativo negocio y también se pudieran comprar yates (aunque fueran pequeños, que eran los que daban la felicidad según Groucho Marx).

Mark Hanna le confesó a Jordan Belfort el secreto de la bolsa: mover el dinero del bolsillo de tu cliente hacia el tuyo. “Pero si puedes hacerle ganar dinero al cliente al mismo tiempo es beneficioso para todos, ¿correcto?” le rebate un pipiolo Leonardo DiCaprio al tahúr Matthew McConaughey. “No”, le responde tajantemente en uno de los diálogos más descacharrantes de la historia del cine moderno (El lobo de Wall Street, Martin Scorsese, 2013).

La regla número uno de Wall Street es que nadie, ni siquiera Jimmy Buffet (en alusión a Warren Buffet) sabe si las acciones van a subir, bajar o mantenerse en un escenario lateral y menos los banqueros. Es todo un fugazi, es decir falso, fake. Todo se hace por la comisión. Y así solo unos pocos pueden comprarse yates.

Amable lector, ¿qué cartera de acciones, opina usted que obtendría más rentabilidad? ¿La elegida por un grupo de monos con los ojos tapados que lanzara dardos a una diana que incluyera el listado de acciones cotizadas en Nueva York para elegirlas o la elaborada por un equipo de expertos analistas y banqueros? ¿El azar o la elucubración? Si piensan que la de los monos, han acertado (Un paseo aleatorio por Wall Street, Burton Gordon Malkiel, 1973).

La inversión socialmente responsable se plantea como la única opción de ahorro en renta variable válida para el ahorrador en la que los parámetros riesgo y rentabilidad están optimizados.

Por eso, para el ahorrador minorista, comprar acciones (o divisas o materias primas o criptomonedas, al contado o mediante futuros) para tratar de venderlas rápidamente, a continuación volver a realizar la misma operativa y así ir saltando de acción en acción, se antoja algo más cercano a la ludopatía que a la gestión coherente de un patrimonio financiero. Y es que como cantaban The Doors, el futuro es incierto… y el fin está siempre cerca (The future’s uncertain and the end is always near, Roadhouse Blues, Morrison Hotel, 1970).

La inversión socialmente responsable (ISR) se plantea como la única opción de ahorro en renta variable válida para el ahorrador en la que los parámetros riesgo y rentabilidad (ratio de Sharpe) están optimizados. La inversión sostenible es la única que puede aumentar la protección de su patrimonio frente a riesgos intangibles como, por ejemplo, pérdida de reputación.

Así le sucedió a Volkswagen en 2015 tras insertar en sus coches diésel, un software que detectaba cuando eran sometidos a pruebas de laboratorio y activaba controles para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). Los automóviles aprobaban los test medioambientales, pero realmente contaminaban la tira. Su cotización en la bolsa de Fráncfort llegó a caer más de un 50 % al salir a la luz la trampa. Un gobierno corporativo robusto hubiera dificultado tamaña fechoría. Unos fondos de inversión comprometidos con la sostenibilidad hubieran apretado las tuercas a los directivos del gigante del automóvil para dificultar oscuros contubernios.

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