Menos marketing, más evidencia: un estándar común de empleabilidad para todas las universidades

Menos marketing, más evidencia: un estándar común de empleabilidad para todas las universidades

Hoy, cuando un estudiante entra en la web de una universidad privada y busca “empleabilidad”, lo que encuentra rara vez es comparable.
11 noviembre 2025

Unas hablan de empleo a los tres meses, otras a los seis o a los doce; algunas cuentan prácticas como si fueran empleo; otras mezclan titulados de varias promociones; y con frecuencia aparecen porcentajes redondos sin decir cuántas personas hay detrás, de qué cohorte se trata o en qué fecha se midió. A menudo la cifra procede de encuestas internas sin ficha técnica o de agregados que no pueden verificarse. El resultado es un escaparate de números llamativos que no permiten comparar ni tomar decisiones con confianza.

Esta heterogeneidad no es un matiz menor: cambia el sentido del dato. Un “95%” puede significar trabajos temporales en los primeros meses para un grupo pequeño, o empleo estable al año para toda una cohorte; sin contexto, el lector no lo sabe. La falta de numeradores y denominadores impide ponderar el peso real de la cifra. Las ventanas temporales tan elásticas permiten elegir el momento más favorable. La ausencia de fecha de corte desdibuja si el dato está actualizado o no. Y la mezcla de empleo con prácticas infla artificialmente el éxito. En conjunto, la empleabilidad se convierte más en un recurso publicitario que en una métrica rigurosa y verificable.

Mientras tanto, en el sistema de universidades públicas se ha asentado desde hace años una práctica diferente. Existe un indicador común, publicado con regularidad por el portal estadístico del ministerio competente, que mide por cohorte el porcentaje de titulados que están afiliados a la Seguridad Social en España a los doce meses de su graduación. Es un dato objetivo, con reglas estables y un calendario de difusión conocido, que puede consultarse y replicarse para cada universidad y ámbito de estudio. Esto ha facilitado que el debate sobre inserción laboral comparta un mismo idioma y ha permitido analizar la evolución de las promociones sin necesidad de descifrar cifras a medida.

La brecha entre ambos mundos —lo público estandarizado y lo privado heterogéneo— nos ha llevado a la Fundación Haz a reformular el indicador de empleabilidad en nuestro informe Examen de transparencia de las universidades privadas para pasar de cifras heterogéneas a un estándar común. No se trata de imponer una metodología por capricho, sino de devolver la empleabilidad a su condición de información pública, comparable y útil. Si cada universidad mide lo que quiere, cuando quiere y como quiere, la competencia se centra en la retórica y no en los resultados. Si todas miden lo mismo, con la misma ventana temporal y con la obligación de acompañar el porcentaje con cifras absolutas, la conversación se centra en una misma realidad medible: qué proporción de una cohorte está trabajando al cabo de un año.

Para resolverlo, proponemos un estándar común con dos vías de medición. La definición es única: titulados que trabajan en España 12 meses después de graduarse. Este dato puede acreditarse mediante registros de afiliación o mediante encuestas institucionales por cohorte. En todos los casos, la publicación debe: identificar la cohorte y la fecha de corte; mostrar los números absolutos y el porcentaje; citar la fuente; y, si se usa encuesta, incluir su ficha técnica (periodo de trabajo de campo, tamaño muestral y tasa de respuesta). Con este formato mínimo, cualquier lector entenderá qué se mide, de qué universo hablamos y podrá verificar el dato en su origen. Así se gana comparabilidad sin bloquear a quienes aún no tienen acceso directo a registros administrativos y se eleva el listón de transparencia en la oferta privada.


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El cambio ordena el ecosistema informativo sin empobrecerlo. Las universidades podrán seguir aportando información complementaria —otros horizontes temporales, desgloses por estudios, resultados adicionales—, pero la cifra será la misma para todos y estará presentada con el mismo nivel de claridad. Lo adicional suma contexto; lo principal fija el suelo común que hace posible la comparación.

Las ventajas son inmediatas. Para estudiantes y familias, desaparece la sensación de “letra pequeña”: ya no habrá que adivinar qué hay detrás de un porcentaje. Para empleadores, se facilita una lectura homogénea de la inserción por áreas y por instituciones. Para las propias universidades, se estabiliza el terreno reputacional: la mejora pasa por elevar resultados reales de inserción, no por maquillar el indicador o por escoger elementos aislados favorables. Para quienes evalúan o supervisan, se reduce la carga de interpretación y se gana en trazabilidad.

La adopción de este estándar por parte de las universidades privadas es factible. Hay fuentes públicas que permiten construirlo con claridad y, cuando se utilicen encuestas, la exigencia de mostrar cohorte, fecha de corte, números absolutos, porcentaje y ficha técnica ya supone un salto de transparencia que desincentiva inflar resultados. Lo esencial es que el dato que encabeza la comunicación sobre empleabilidad deje de ser un eslogan y pase a ser un hecho verificable y comparable.

En definitiva, reformulamos el indicador porque hoy las cifras de “empleabilidad” en el ámbito privado son tan dispares y maleables que han perdido su función informativa. Existe, al mismo tiempo, un referente operativo en el sistema público que ha demostrado el valor de un criterio claro y auditable. Traer ese lenguaje común al conjunto del sistema no quita voz a nadie: ordena el debate, protege a quienes deciden dónde estudiar y orienta la competencia hacia aquello que de verdad importa, que es la capacidad de una universidad para acompañar a sus titulados hasta un empleo efectivo al cabo de un año.

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