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A propósito del ‘propósito’ en el sector no lucrativo
En la última década, el término propósito se ha convertido en moneda corriente en las empresas. Nació como una respuesta a varias tensiones: la necesidad de atraer y retener talento que busca sentido, la presión social para alinear negocio e impacto, y el deseo de construir reputación más allá del corto plazo. El propósito, en esa clave, cumple una función narrativa: explica por qué la empresa existe más allá del beneficio y qué cambio positivo contribuye a producir. Es un puente entre rentabilidad, legitimidad y cultura.
Ese puente, sin embargo, en el sector no lucrativo tiene nombre y apellidos desde siempre: misión. La misión no es un eslogan; es la razón de ser, el criterio que ordena decisiones, el patrón contra el que se rinde cuentas. Cuando una entidad no lucrativa adopta el lenguaje del propósito como si fuera un descubrimiento, con frecuencia solo rebautiza lo esencial. Cambia la etiqueta, no la sustancia. E incluso corre el riesgo de diluirla.
Conviene, por tanto, evaluar si el ‘propósito’ aporta algo sustantivo o solo cambia el envoltorio sin alterar la práctica. En una organización no lucrativa (ONL) bien gobernada, la misión enmarca la visión de futuro, delimita a quién se sirve y cómo, y se traduce en una teoría del cambio explícita que conecta actividades con resultados e impacto. No es retórica: se concreta en supuestos verificables, en métricas que importan a los destinatarios reales, en decisiones presupuestarias que reflejan esas prioridades. Llamarlo ‘propósito’ no aporta, por sí solo, ni más precisión ni más disciplina.
Imaginemos dos caminos ante un patronato que decide ‘ponerse al día’ formulando el propósito de la organización. En el primero, se invierte energía en un rebranding que sustituye la misión por el propósito, se actualizan presentaciones, se multiplican las frases inspiradoras. El equipo se siente momentáneamente renovado, pero al cabo de unos meses, los problemas de siempre siguen ahí: proyectos que no encajan del todo, indicadores que miden actividades y no resultados, presupuestos que crecen por inercia y no por efectividad demostrada. En el segundo camino, la organización mantiene la misión como ancla y se hace tres preguntas incómodas: qué problema resolvemos exactamente y con qué evidencias contamos; a qué colectivos servimos y cómo han cambiado; qué resultados queremos lograr y cómo sabremos si los logramos. De esas preguntas salen decisiones: abandonar iniciativas que no prueban impacto, reforzar aquellas que sí, profesionalizar el voluntariado como una capacidad estratégica, ajustar la gobernanza para escuchar mejor a los destinatarios y corregir rumbo. El lenguaje puede quedarse como está; la cultura cambia.
Aquí es donde la lección de Drucker vuelve a ser útil. Su apuesta no era semántica, era práctica. Sostenía que la efectividad en el sector no lucrativo se gana cuando la misión gobierna, cuando el beneficiario —no el donante ni la institución— es el criterio último de valor, cuando la dirección mide resultados relevantes. Esa disciplina es la que el mundo corporativo ha admirado y tratado de importar bajo el rótulo de propósito. No tiene sentido que el sector que la inventó se afane en imitar el rótulo. El reto, en suma, no es encontrar palabras nuevas, sino honrar las de siempre con la seriedad que merecen. Llamar misión a la misión y vivir conforme a ella.
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¿Significa esto que hablar de ‘propósito’ no sirve en una ONL? No. Puede ser útil como traducción cuando utilizamos ‘el lenguaje corporativo’: al negociar con empresas, al reclutar talento joven o al tratar con medios que enmarcan así el debate. En esos casos, el término ‘propósito’ puede funcionar como puerta de entrada, pero la conversación debe anclarse enseguida en la misión y en la teoría del cambio. Puede usarse como traducción táctica con ciertos públicos, con una única condición: no desplazar la misión ni rebajar la rendición de cuentas.
Ocurre, además, que las palabras crean realidades. Cuando una entidad adopta de forma acrítica el lenguaje corporativo, a veces importa también sus ambigüedades. El término ‘propósito’ puede deslizarse hacia relatos grandilocuentes que quedan lejos del terreno, dejarse tentar por el llamado purpose-washing o, simplemente, asumir tiempo y dinero en campañas de imagen que no mejoran la vida de nadie. El sector no lucrativo no necesita pedir prestada legitimidad al sector corporativo: la acredita cuando hace lo que dice, mide, aprende y corrige, cuando la distancia entre su misión y sus decisiones se acorta.
La paradoja final es luminosa: la moda del propósito ha sido, en parte, un reconocimiento tardío de la intuición fundacional del tercer sector. Las empresas buscan hoy razones de ser que las legitimen y les den dirección. Las entidades no lucrativas nacieron con esa razón de ser en su acta fundacional. Si adoptamos el término, que sea por cortesía lingüística con ciertos públicos, nunca por complejo. Si lo evitamos, no perdemos nada. En cualquiera de los dos casos, lo determinante será lo que siempre fue: claridad de misión, teoría del cambio sólida, métricas que importan, gobernanza que escucha y aprende.
Volvamos a Drucker para cerrar. Lo que las empresas pueden aprender de las entidades no lucrativas no es a pronunciar la palabra propósito con convicción, sino a organizarse alrededor de una finalidad que no admite atajos. Si el sector no lucrativo conserva esa brújula y la afila, no necesitará modas para explicar quién es. Bastará con mostrar, con hechos, el cambio que provoca. Y eso —llámese misión o propósito— no requiere un nuevo vocabulario, sino resultados.