El capitalismo de Estado vuelve sin filtros

El capitalismo de Estado vuelve sin filtros

El Gobierno de Estados Unidos, es decir Donald Trump, acaba de comprar un 10% del capital del gigante tecnológico Intel por cerca de 10.000 millones de dólares. Se ha convertido en el principal accionista de la entidad. Se dice fácil, pero es una decisión histórica porque un movimiento así de la Administración estadounidense –una toma de participación en una empresa privada– no se producía desde la Segunda Guerra Mundial.
2 septiembre 2025

El Gobierno ha dicho que este movimiento se debe a una cuestión de estrategia y defensa nacional. Intel desarrolla microprocesadores, que son imprescindibles para la industria tecnológica y la inteligencia artificial. La empresa pasa por importantes dificultades financieras y está dirigida desde marzo por Lip-Bu Tan, nacido en Singapur y experto tanto en el sector tecnológico como en el del capital riesgo. Una quiebra de Intel dejaría la industria de microprocesadores prácticamente en manos de la china de Taiwán TSMC y ante el riesgo permanente que supone China para ese pequeño país asiático, Trump no quiere ni pensar en esa posibilidad.

La Administración estadounidense ha sido criticada por esta inusual toma de control, pero se defiende diciendo que la entrada en Intel es beneficiosa para los contribuyentes porque, a la postre, no es más que la conversión en capital de los préstamos que la Administración Biden había concedido a la empresa tras la pandemia. Y técnicamente es así, pero también es cierto que ver al Estado norteamericano como primer accionista de un gigante tecnológico es tan inusual como pensar que la extinta Unión Soviética hubiera privatizado parte de su industria militar.

Porque el movimiento de Intel es un paso más en la conquista que el denominado capitalismo de Estado está haciendo de nuevas parcelas del poder económico. Básicamente el capitalismo de Estado se da cuando un gobierno realiza actividades económicas en el sector privado a través de empresas públicas, la toma de posiciones en compañías privadas o mediante entidades gubernamentales. Todo el proceso privatizador que vivió Europa desde finales del siglo pasado fue precisamente para intentar terminar con ese capitalismo de Estado que frenaba el crecimiento económico. Aquellos monopolios en la electricidad, los transportes o las telecomunicaciones controlados por las Administraciones que eran como mastodontes imposibles de manejar y lastraban la generación de riqueza.

Desde luego, ahora no hay riesgo de vuelta a todo aquello, pero sí se está produciendo un movimiento en el que el Estado se acerca a los sectores de los que salió en décadas pasadas y, como sabemos de las concomitancias entre Estados y Gobiernos, en la mayoría de las ocasiones capitalismo de Estado es sinónimo de capitalismo de Gobierno. Al menos conviene tenerlo en cuenta para que no nos pille desprevenidos.

Intel, por su importancia, se ha marcado como un hito. Pero la Administración Trump ya ha manifestado que le ha gustado la idea para repetirla en otras compañías. Por ejemplo, el secretario de Comercio Howard Lutnick, ha dicho que ya se está barajando la posibilidad de hacer acuerdos similares con contratistas de defensa estadounidenses como Lockheed Martin. Y hay analistas que consideran que si el presidente puede decidir, como acaba de hacer, imponer un arancel adicional del 15% a los chips que Nvidia o AMC vendan a China, ¿qué le va a parar si quiere entrar su capital después de lo que ha hecho en Intel?

Y no es solo Trump, de quien se puede pensar que ese nuevo capitalismo de Estado de se debe a su política errática e irracional. En otros países de economía supuestamente liberal también avanza la intromisión del Estado en la vida de las empresas. Sin ir más lejos, en España tenemos varios ejemplos. En aras del interés estratégico nacional, el Estado ha ido subiendo su participación en Indra con el objetivo de convertirla en la principal empresa de defensa española. Ahora tiene un 28% del capital a través de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI), que depende directamente del Ministerio de Hacienda, y a través de socios minoritarios afines al Gobierno –al Gobierno, no al Estado– tiene el control de las decisiones de la compañía.


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Y en aras de no se sabe qué interés, el Estado español también entró el año pasado en el capital de Telefónica con la compra del 10% del capital. La operación se justificó como respuesta a la entrada en la operadora española de la saudí STC para preservar el carácter español de Telefónica. Lo que no justificó el Gobierno fue el posterior relevo de José María Álvarez-Pallete en la presidencia del grupo por Marc Murtra, un ejecutivo muy próximo al PSC, que ya había liderado el desembarco de la SEPI en Indra.

Pero no hace falta la toma de participaciones en compañías privadas para darnos cuenta de la intromisión de los gobiernos en la actividad empresarial. Hace unas semanas, Uncredit, el primer banco italiano, retiró su oferta de compra de BMP, el tercero, por las inasumibles condiciones que había puesto el Gobierno transalpino de Giorgia Meloni a la operación. La OPA contaba con la bendiciones del Banco Central Europeo (BCE), y la propia Comisión Europea ha criticado al Gobierno italiano por las leoninas condiciones impuestas si Unicredit compraba BPM, que hacían que se perdieran todas las sinergias de la compra. Unicredit también ha recibido una respuesta negativa radical de los Gobiernos alemanes -el anterior del socialdemócrata de Olaf Scholz y el actual de coalición dirigido por el democristiano Friedrich Merz-, tras manifestar –únicamente manifestar– un posible interés por Commerzbank, del que posee una participación cercana al 30%. La única razón es que no quiere que Commerzbank deje de ser alemán, como si ahora siguiera siéndolo.

En España estamos viendo los últimos momentos de la oferta lanzada por BBVA a Banco Sabadell, que ha tenido que superar el obstáculo de un Gobierno que aludiendo a un “interés general” que no ha explicado ha impuesto condiciones, como no poder fusionar las entidades antes de tres años, que han estado a punto de hacer fracasar la iniciativa. La solución está ahora en manos de los accionistas de Sabadell, pero BBVA ha tenido que sortear obstáculos políticos con los que no contaba.

El capitalismo de Estado ha vuelto. Bueno, para ser exactos no se había ido nunca, pero ahora vuelve sin filtros. Como si a los gobiernos les importara mucho menos que se note.

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