<p>Foto: Ana Palacios.<p>

Foto: Ana Palacios.

Dulce y el efecto mariposa

Dulce (nombre ficticio para proteger su identidad, elegido por ella misma) es de Ghana y tiene 20 años. Fue vendida a los siete por su padre a una familia togolesa para trabajar como interna en la casa.

Como ya hemos contado en artículos anteriores, esto es algo frecuente en esta zona de África donde está normalizada la venta de niños para trabajos domésticos, agrícolas o en la ciudad, atendiendo los puestos de los mercados. Los misioneros salesianos conocieron la situación, pidieron la custodia al Gobierno y la sacaron de la casa para llevarla al Foyer Jean Paul ll de Kara (Togo), un hogar que acoge a niñas víctimas de trata, de matrimonios forzados y de violencia doméstica.

Tiene heridas en las manos producidas por quemaduras por sosa cáustica, ya que una de sus labores habituales era hacer jabón.

Cuando se realizó esta foto, en 2016, estudiaba segundo curso de Filosofía y Letras. Dulce es una de las seis chicas, de las 310 que han pasado por el centro de acogida Jean Paul ll, que ha conseguido ir a la universidad. Cuando consiguió acceder a estos estudios superiores, decidió centrar todas sus energías en buscar a su madre, a la que nunca conoció. Habló con una radio local para que anunciasen la desaparición de su madre y, próximamente, acudiría a un programa para continuar con su búsqueda. Me pregunto si lo habrá conseguido…

Quizá me lo pregunte porque quiero que su historia tenga un final feliz. Medito y concluyo que tengo ese deseo porque, quizá, eso aliviaría el malestar que me produce el síndrome primermundista que nos abate cuando conocemos estas historias: el de la rabia, la impotencia, la tristeza y la frustración que nos hace sentir culpables.

Pues bien, lo somos. Somos cómplices de estas vulneraciones cuando miramos hacia otro lado; cuando consumimos de manera galopante; cuando no reciclamos, reutilizamos o reducimos; cuando las injusticias sociales nos entran por la etiqueta del precio -ese tan barato- y nos salen pagando en caja, sin cuestionarnos de dónde vienen la ropa, la comida o los aparatos tecnológicos que compramos.


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Es posible que no podamos cambiar las políticas sociales a gran escala (¿o quizá alguna o alguno de nuestros lectores sí?), pero sí podemos modificar, o al menos reflexionar, sobre nuestro modelo de consumo individual. Podemos interesarnos por nuestra corresponsabilidad en la asimetría social, las desigualdades estructurales que perpetúan el perverso círculo de la pobreza en esos países tan lejanos, pero tan cercanos cuando se refiere a los productos que consumimos.

Y, suene o no a demagogia, creo firmemente que mi pequeño cambio puede tener un ‘efecto mariposa’ y ser parte de una gran transformación hacia un mundo más justo y sostenible que acallaría nuestra mala conciencia y, sobre todo, mejoraría la calidad de vida de millones de personas y la del planeta.

(Capítulo tres de cinco sobre la esclavitud infantil).

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